La Defensoría del Pueblo enumera doscientos treinta conflictos sociales en noviembre de 2012, de los cuales 168 están activos y 62 latentes. De todos, el 65.2% son socioambientales. Según el Observatorio de Conflictos Mineros en América Latina (OCMAL), el Perú es el país con mayor cantidad de conflictos de ese tipo en la región, que ya de por sí es la de mayor conflictividad socioambiental en el mundo.
Conflictos socioambientales es la forma oficial para definir situaciones de respuesta inducidas por la presencia de gente extraña en tierras tradicionalmente de otros, generalmente sin permiso, para la extracción de insumos que no se quedan en casa sino que irán al extranjero. Y claro, los poseedores u ocupantes de siempre de esas tierras se quejan. Como cualquiera que ve gente ajena metiéndose en casa y rompiendo los muebles, haciendo trizas el jardín, todo.
Y es que la minería o la actividad hidrocarburífera pueden ser actividades lícitas, cómo no, pero los antecedentes no permiten que haya paz por donde pasan pues los pasivos ambientales son tremendos: según informe del mismo Ministerio de Energía y Minas (MINEM) de junio 2011, a nivel nacional existen 6 mil 855 pasivos ambientales dejados por la actividad minera, de los cuales, sólo el 14.25% tiene identificado al responsable.
Además, si las poblaciones dicen no – como lo han hecho muchas veces mediante cuidadosas y muy libres consultas – la actividad extractiva se impone a como sea, con fuerza pública que muchas veces está a sueldo de las empresas, y alegando vericuetos legales que nadie entre las poblaciones comprende.
Según el Observatorio de Conflictos Mineros, el 19.5% del territorio nacional está concesionado para actividades mineras, con regiones como Arequipa que tiene más de 3 millones de hectáreas de territorio concesionados (3’131,113.8) o Cajamarca con 1’496,983.0 hectáreas concesionadas. Todo bajo la misma modalidad de todo o nada y sin consulta. En general, casi la mitad del territorio de comunidades campesinas tiene concesiones mineras (49.63% del total).
En esas condiciones, no resulta difícil entender que haya conflictos. El rompecabezas de cómo evitarlos ha sido hasta ahora confrontado de manera muy torpe. La ideología ha primado sobre la razón, pues se ha considerado el asunto de la inversión privada y cómo protegerla por encima de los intereses de las poblaciones; los casos extremos de llamar “perros del hortelano” a personas que tan solo defienden lo suyo, y de dar leyes que criminalizan las protestas, revelan los niveles de ceguera a los que se habría llegado.
Las actividades extractivas no tienen por qué dejarse de lado, lo que no se puede hacer es decir que somos por encima de todo un país minero, olvidando que este es un país biodiverso cuya vocación es ser pluriproductor.
No es externo al tema hablar de democracia. El rigor en los controles socioambientales debe estar ligado a un profundo respeto por los derechos previos de las comunidades que puedan ser afectadas. Tan sencillo como eso. La ley de consulta previa – con todas sus limitaciones – crea un antecedente, aunque sea por ahora solo aplicable a comunidades indígenas. Si se ampliara a todas las poblaciones, quizá marcharíamos a un clima de mayor equidad y profundización de la democracia, desde una perspectiva – además – pragmática, y no dogmática.
En tal clima de respeto a todos y preservando las posibilidades pluriproductoras del país, recién estaremos hablando de interés nacional. Lo que obviamente debe tomar en cuenta la posibilidad de beneficios para todos los implicados: poblaciones, empresarios, Estado. Y sobre todo, la preservación de fuentes de vida, de paisajes, de la posibilidad de seguir haciendo patria, lo que no es posible o más complicado en un páramo o un desierto.
Fuente: Rumbos del Perú