29 de enero de 2007

A la derecha, ¡marchen!
Por: César Hildebrandt.

La dictadura de Velasco”, escriben a cada rato los flamantes albaceas del pensamiento correcto. El problema no fue la dictadura de Velasco sino su orientación, que fue de centroizquierda, cepalista y ajena al libreto norteamericano. Fue, en realidad, una receta heterodoxa para evitar la explosión social y arrebatarle banderas al izquierdismo de vocación castrista.
Esto ya no lo recuerdan ni Abelardo Oquendo ni Hugo Neira ni tantos otros que creyeron –y creímos, a mucha honra– en ese reformismo militar que la oligarquía y sus guardianes odiarán para siempre. ¿Por qué se callan hoy quienes se jugaron por los cambios en el septenio velasquista? ¿Se avergüenzan? Allá ellos. Que se avergüencen otros. Que se avergüencen los que escriben para los sinvergüenzas que hoy les pagan. Velasco quiso evitar un baño de sangre y terminó en el fracaso.
Pero, como veremos, no fue el único en la historia del Perú que se estrelló contra el muro invencible del conservadurismo, contra la quincha inmortal del “Orden, Dios y Progreso”.
Si la derecha se preocupara por las dictaduras no habría aplaudido, con las manos a veces ensangrentadas, todas las otras dictaduras republicanas (repito: todas).
Porque para la derecha esas dictaduras sí que fueron buenas, rebuenas, buenazas. Y el concepto de democracia fue para ella siempre amenazante.
Para comenzar, Bernardo de Monteagudo, uno de los fundadores del conservadurismo ilustrado en el Perú, aspiraba no a una república sino a una monarquía. Al comentar tal simpatía, Carlos Miró Quesada Laos, director de El Comercio y admirador del fascismo europeo, escribió en Autopsia de los partidos políticos: “El capitán de los Andes (se refiere al libertador San Martín, uno de cuyos consejeros era De Monteagudo, nota del columnista) creyó que América, y especialmente el Perú –y no se equivocó– no estaba maduro para la República”(1).
La derecha peruana jamás creyó en la voluntad popular sino en su instrumentación.
Los caudillos militares que gobernaron durante la llamada anarquía posvirreinal lo hicieron bajo términos dictatoriales y sosteniendo un régimen oligárquico heredado de las consolidaciones –deudas muchas veces inventadas que la República tuvo que pagar a título de indemnizaciones– y del negocio del guano, que no aportó nada al país y sí mucho al bolsillo de los de siempre (los Osma, los Goyeneche y Gamio, los Canevaro y, por supuesto, las casas prestamistas Gibbs y Dreyfuss).
Es decir, la república fue una posta entre clones. La derecha virreinal se llamó republicana y eso fue todo. Gobernaron los de siempre y el pintoresquismo militar amenizó las marquesinas cambiando a los actores pero no el libreto. La derecha nunca quiso un país sino una jerarquía catatónica que le permitiese vivir, en París o Londres, de la especulación del suelo, el latifundio, el guano, el salitre, el caucho, la harina de pescado y, de vez en cuando, el contrabando y los estupefacientes.
Esas dictaduras serviciales sí que fueron buenas, rebuenas, suculentas. Tenían hasta el aval tácito de la iglesia, aliada del caudillismo en la protección del orden social desde que don Bartolomé Herrera, sotana al viento, se convirtiese en el padre del autoritarismo reaccionario y el diario La Sociedad en su más fétido vocero.
Cuando el cleptócrata Rufino Echenique estaba en guerra con Castilla, “liberó” a los negros que se sumasen a su ejército. Castilla lo derrotó y abolió la esclavitud el 3 de diciembre de 1854. ¿Y saben ustedes qué cosas se escribieron en los diarios de Lima cuando Castilla dio ese famoso paso democrático? Felipe Barriga, que firmaba como Timoleón y representaba el “sentido común” oligárquico, publicó esto en un diario de la capital: “Veinte mil esclavos fuera de sus galpones representan una amenaza que sería necesario exterminar para evitar el espantoso sacudimiento que representa la abolición de la esclavitud…”(2). En El Heraldo, también de Lima, se llamó a la manumisión decretada por Castilla “haberle otorgado la ciudadanía a la aristocracia de la canalla”(3). Y muchos años más tarde, en 1897, Clemente Palma, el crítico literario que despreció a Vallejo y que era el favorito de nuestra derecha más o menos leída, escribió: “Esa vida puramente animal del negro ha anonadado completamente su actividad mental –si es que alguna vez la tuvo– haciéndolo inepto para la vida civilizada”(4). Es increíble que estas líneas salieran del hijo de un mulato. Así pensaban los tatarabuelos de quienes hoy continúan al frente del país. Así sienten muchos de sus tataranietos. Por eso es que ven en cada reformista un Castilla que puede trastornar sus planes sureños. Es como si al Perú le faltase una guerra de secesión, una revolución francesa. Ni de Sendero ni de toda su maldad ha aprendido algo la derecha peruana. Cuando en 1871 Manuel Pardo fundó, bajo el nombre de Sociedad Independencia Electoral, el Partido Civil e intentó renovar la política con algunas ideas serias y rostros distintos, ¿cuál fue la reacción de la vieja derecha goda del Perú, la que hoy sigue gobernando después de reciclarse mil veces?
Pues acusar a Pardo de masón y hereje. ¿Y después? Pues aplaudir cuando el gobierno de Balta persiguió a los periodistas y cerró la imprenta de El Nacional, el diario del pardismo. Y aplaudir más cuando vino la clausura de El Nacional y de El Comercio, los dos diarios más importantes de la época. ¿Su pecado? No consentir los sucios enjuagues del gobierno del coronel Balta para desconocer el triunfo electoral del 15 de octubre de 1872 de Manuel Pardo. ¿Y qué quería Pardo?
Institucionalizar el país: impedir, en suma, que los uniformados siguieran haciendo de payasos al servicio del dinero, impedir que la montonera, en vez de la democracia, fuera la partera de nuestra historia.
Después, el anecdotario ya es conocido. A Pardo no le permitieron cumplir nada de su programa, entre las canalladas de Piérola y la oposición feroz de lo más ciego de la oligarquía aliada, como siempre, al militarismo reaccionario. Terminaría su gobierno sin cambiar el estilo de hacer política (y dinero), sería sucedido por su amigo Mariano Ignacio Prado, sería exiliado por éste, regresaría del exilio en 1878 y terminaría su vida asesinado por el sargento Melchor Montoya, guardia de honor a las puertas del Congreso y admirador de Piérola, a los 44 años de su edad. Tres veces antes habían atentado contra su vida, una de ellas cuando caminaba rumbo a palacio de gobierno.
La historia más reciente creo que la compartimos todos. La república ha construido con ahínco eso que Basadre llamó las dos grandes taras del Perú: el Estado empírico y el abismo social.
La derecha se ha valido de todas las armas, incluidos los máuseres siempre a su servicio, para ganar las elecciones y gobernar, o para gobernar sin ganar las elecciones, o para suprimir las elecciones, o para desconocer las elecciones, o para lanzar golpes de Estado preventivos. Decir desde la derecha que la democracia es un bien a conservar es como oirle a un piojo decir que el parasitismo debería suprimirse. Y eso no quiere decir que la democracia no sea un bien a conservar. Lo que decimos es que la derecha no tiene autoridad moral alguna para hablar de democracia. ¿O no vimos a su más eminente miembro financiero, don Dionisio Romero, pidiéndole favores a Montesinos? ¿O no vimos a Delgado Parker, hoy homenajeado por el tragaldabas Hugo Neira, vendiéndose al peso en la salita del SIN?
(1) Autopsia de los partidos políticos. Ediciones Páginas Peruanas, 1961.
(2) Breve historia de la esclavitud en el Perú. Carlos Aguirre. Fondo Editorial del Congreso.
(3) Ibid.
(4) Ibid.
Diario La Primera-Lima.