MATA, MATA A ESA CHOLA
“La que está con huaraca, la que está con huaraca, mata, mata, mátala a la chola de mierda” (1), gritan reiteradas veces un grupo de policías que intentan detener la toma del aeropuerto de Juliaca por un grupo de pobladores en su mayoría venidos de la provincia de Azángaro. Habían llegado a esa localidad para protestar por la contaminación de la cuenca del río Ramis, un problema que viene arrastrándose desde hace más de 10 años y que, pese a las continuas demandas de la población azangarina, no ha tenido respuesta. “Mata, a la chola, mata a la chola” sigue ordenando el que parecería ser el oficial de la DINOES.
Dice el diario La Primera que los policías habrían recibido la orden de matar si se intentaba ingresar al aeropuerto (2) lo cual de hecho hicieron, muriendo seis personas en este enfrentamiento. En otro video podemos escuchar claramente a otro policía ordenar “métele bala en la cabeza” (3), como corroborando lo afirmado por el diario.
Pero nos preguntamos: ¿Por qué en este caso se priorizaba matar a la chola? ¿Qué miedos ancestrales se les movilizaron a los policías? ¿Temerían acaso la furia de la mujer guerrera? Quizá vieron en la mujer indígena con huaraca en mano ? el arma letal según el ministro del Interior ? a su antecesora, Mamá Huaco, que con su experticia en el manejo de la boleadora les abriría el pecho para extirparles el bofe como cuentan los cronistas.
No creo que los policías tengan referencias sobre el rol que han tenido desde el inicio de los tiempos las mujeres indígenas, especialmente de Puno y Cusco, en las luchas por la liberación de sus pueblos, por mejorar las condiciones de vida, por vivir, sobrevivir, por tener derechos o también en la conquista. Lo que se expresa en esta intención de matar a la “chola” primero es el profundo racismo y sexismo que está impregnado en los servidores públicos y en las instituciones del Estado.
No podemos dejar de retraernos a los tiempos del conflicto armado interno en donde el apelativo despectivo de chola, india, ignorante o sucia estuvo presente en las torturas y violaciones sexuales a las mujeres.
Han pasado muchos años desde que terminó el conflicto armado interno y no ha desaparecido esta pulsión tanática que se activa frente a las mujeres que desafían el orden de género instaurado, rompen con el mandato social para ellas y no se quedan en su casa o usando su huaraca en el pastoreo de sus animales, sino en la protesta pública. Es que, como lo señala Gabriela Castellanos, el sexismo es aquel “complejo sistema de ideas, discursos y actitudes que hacen más fácil, ideológica y jurídicamente hablando, matar a una mujer que matar a un hombre, negarle sus derechos a ella que a él (cuando ella y él están en igualdad de condiciones de clase y de raza).” (4)
Doña Petronila Coa Huanta fue la única mujer dentro de los seis muertos en estos enfrentamientos. Cuando salió de su casa, seguramente no pensó que dejaría en la lucha por vivir su propia vida. Salió para volver a gritar con los miles de otros pobladores y pobladoras que su agua seguía contaminada, que sus animales morían, que ellas también estaban enfermando.
Y es que el río Grande (Río Carabaya), que nace en el distrito de Ananea, sigue su recorrido para convertirse en el Azángaro y al encontrarse con el Ayaviri forma el Ramis, que llega finalmente al Lago Titicaca, está contaminado por los relaves que vienen de las minas informales de arriba desde los campamentos de La Rinconada, Cerro Lunar y Ancoccala. Los sólidos en suspensión que llegan a la cuenca del Río Ramis generan la turbidez del agua, impidiendo que los rayos solares lleguen al fondo del río e imposibilitando el desarrollo de plancton y otras plantas acuáticas.
Ya en los ríos no hay sapos ni ranas que regulen la agricultura y anuncien la llegada de la lluvia, la mejor buena nueva para las y los agricultores, no, no tienen cómo vivir en esas aguas. La reducción de las posibilidades de vivir de lo que producen o de la crianza de los animales implicará que las familias campesinas tengan que buscar otras salidas, generalmente asociadas a la migración del hombre a las capitales de provincia o fuera de la región. Serán las mujeres las que deberán quedarse a cargo de la tierra y de los animales, lo que hace que ellas sientan con más intensidad los efectos de esta contaminación, frente a la posibilidad de que todo lo que conocen y que forma parte de su mundo sea desestructurado.
En sus testimonios, ellas hablan de múltiples enfermedades que están sufriendo los niños y niñas, y la palabra cáncer como un fantasma se yergue permanentemente en sus relatos, evidenciando el temor que tienen ante el impacto de la contaminación en sus vidas. Si tomamos en cuenta lo que señala Carmen Feijoo en relación a que en poblaciones populares pobres las dimensiones subjetivas de la pobreza, si bien no son la causa de la misma, “con frecuencia éstas actúan como factores que profundizan y empeoran las condiciones objetivas de vida”, (5) podremos imaginar la angustia que viven las mujeres indígenas campesinas de Azángaro.
La pobreza que se acrecienta con la contaminación se convierte en un círculo vicioso, pues algunas familias terminan viendo como salida irse arriba al cerro de donde baja la contaminación para sobrevivir. Allí llegan a otro círculo del infierno, especialmente para las mujeres. “Soy María y trabajo en el “pallaqueo” en la Mina de La Rinconada. Llegué aquí hace 10 años. Nos vinimos con mi esposo y mis tres hijos desde Azángaro porque no había mucha cosecha en nuestra chacra y mi esposo ganaba muy poco trabajando como triciclero. Teníamos muchas necesidades.” (6)
Pallaquear viene de pallay, que en quechua significa elegir, escoger, y es lo que hacen en las peores condiciones las mujeres acompañadas muchas veces de sus hijos e hijas pequeños y de algunos hombres que ya no pueden entrar a los socavones en el caso de La Rinconada. Las mujeres, que por el mito existente no pueden entrar a las minas, pues dicen que ahuyentan los minerales, recogen el desmonte del minado, lo lavan y lo muelen en batanes, usando grandes cantidades de mercurio, y ahí en el mercurio, en el frío implacable, en los derrumbes o en la molienda, van dejando la vida, como Felicia Ccama Quispe y Francisca Mamani Madani en marzo del 2007.
Sólo una pequeña nota en la prensa daba cuenta de estas muertes, pues esas son vidas y muertes que apenas cuentan en el país, ya que ellas, al igual que Petronila Coa Huanta, son las mujeres invisibles, que no merecen ser noticia. Estas tres mujeres encontradas en la pobreza y en la muerte, que no podrán ya hablar y que quizá nunca pudieron escribir para enviarnos un mensaje que ayude a conocer y entender lo que están viviendo, son un reflejo de lo que viven miles y miles de mujeres en Puno, cuyas historias, vivencias, cuyos dolores y luchas apenas conocemos.
En estos tiempos en que los sucesos de Puno se discuten tan asiduamente en la prensa en Lima y en que se intenta posicionar imágenes de los sectores de la población movilizados, aymaras y quechuas, como violentistas, bárbaros, promotores del retraso, ciudadanos y ciudadanas de menor jerarquía y prescindibles, por lo que es más fácil decidir apuntar el arma y disparar, vale detenernos y acercarnos a conocer estas realidades, lo que viven, temen y proponen, conocer la historia de un pueblo que desde hace más de un siglo envía a Lima mensajeros con sus memoriales para contar lo que les pasa y exigir la atención de las autoridades.
“Soy un desgraciado, soy el presidente del Perú y no puedo comprender a mis conciudadanos,” dijo Eduardo López Romaña cuando los mensajeros de Santa Rosa se presentaron ante él, hablándole en aymara allá por 1901. (7) Luego de un siglo, la incomprensión y la falta de respuesta a las demandas y múltiples problemáticas de Puno continúan, sólo que a diferencia de ese tiempo, el presidente actual ya no se lamenta de no comprenderlos. Al contrario, para él, son parte de los que considera despectivamente los perros del hortelano.
¿Cuántas muertes más de hombres y mujeres agricultores que ven cómo se deteriora su tierra y mueren sus animales, y de hombres y mujeres que van dejando su vida en el duro trabajo que realizan en la minería informal sin derechos, sin garantías de ningún tipo, tendremos que contar para que realmente se atiendan las problemáticas de Puno?
Finalmente cabe preguntarnos qué clase de formación se está dando a quienes son los encargados de protegernos, cuando tan fácilmente pueden ordenar “matar cholas”. ¿Podremos sentirnos seguras las mujeres al escuchar estas expresiones y ver que se aplican?
Servindi-Lima 05.07.2011
“La que está con huaraca, la que está con huaraca, mata, mata, mátala a la chola de mierda” (1), gritan reiteradas veces un grupo de policías que intentan detener la toma del aeropuerto de Juliaca por un grupo de pobladores en su mayoría venidos de la provincia de Azángaro. Habían llegado a esa localidad para protestar por la contaminación de la cuenca del río Ramis, un problema que viene arrastrándose desde hace más de 10 años y que, pese a las continuas demandas de la población azangarina, no ha tenido respuesta. “Mata, a la chola, mata a la chola” sigue ordenando el que parecería ser el oficial de la DINOES.
Dice el diario La Primera que los policías habrían recibido la orden de matar si se intentaba ingresar al aeropuerto (2) lo cual de hecho hicieron, muriendo seis personas en este enfrentamiento. En otro video podemos escuchar claramente a otro policía ordenar “métele bala en la cabeza” (3), como corroborando lo afirmado por el diario.
Pero nos preguntamos: ¿Por qué en este caso se priorizaba matar a la chola? ¿Qué miedos ancestrales se les movilizaron a los policías? ¿Temerían acaso la furia de la mujer guerrera? Quizá vieron en la mujer indígena con huaraca en mano ? el arma letal según el ministro del Interior ? a su antecesora, Mamá Huaco, que con su experticia en el manejo de la boleadora les abriría el pecho para extirparles el bofe como cuentan los cronistas.
No creo que los policías tengan referencias sobre el rol que han tenido desde el inicio de los tiempos las mujeres indígenas, especialmente de Puno y Cusco, en las luchas por la liberación de sus pueblos, por mejorar las condiciones de vida, por vivir, sobrevivir, por tener derechos o también en la conquista. Lo que se expresa en esta intención de matar a la “chola” primero es el profundo racismo y sexismo que está impregnado en los servidores públicos y en las instituciones del Estado.
No podemos dejar de retraernos a los tiempos del conflicto armado interno en donde el apelativo despectivo de chola, india, ignorante o sucia estuvo presente en las torturas y violaciones sexuales a las mujeres.
Han pasado muchos años desde que terminó el conflicto armado interno y no ha desaparecido esta pulsión tanática que se activa frente a las mujeres que desafían el orden de género instaurado, rompen con el mandato social para ellas y no se quedan en su casa o usando su huaraca en el pastoreo de sus animales, sino en la protesta pública. Es que, como lo señala Gabriela Castellanos, el sexismo es aquel “complejo sistema de ideas, discursos y actitudes que hacen más fácil, ideológica y jurídicamente hablando, matar a una mujer que matar a un hombre, negarle sus derechos a ella que a él (cuando ella y él están en igualdad de condiciones de clase y de raza).” (4)
Doña Petronila Coa Huanta fue la única mujer dentro de los seis muertos en estos enfrentamientos. Cuando salió de su casa, seguramente no pensó que dejaría en la lucha por vivir su propia vida. Salió para volver a gritar con los miles de otros pobladores y pobladoras que su agua seguía contaminada, que sus animales morían, que ellas también estaban enfermando.
Y es que el río Grande (Río Carabaya), que nace en el distrito de Ananea, sigue su recorrido para convertirse en el Azángaro y al encontrarse con el Ayaviri forma el Ramis, que llega finalmente al Lago Titicaca, está contaminado por los relaves que vienen de las minas informales de arriba desde los campamentos de La Rinconada, Cerro Lunar y Ancoccala. Los sólidos en suspensión que llegan a la cuenca del Río Ramis generan la turbidez del agua, impidiendo que los rayos solares lleguen al fondo del río e imposibilitando el desarrollo de plancton y otras plantas acuáticas.
Ya en los ríos no hay sapos ni ranas que regulen la agricultura y anuncien la llegada de la lluvia, la mejor buena nueva para las y los agricultores, no, no tienen cómo vivir en esas aguas. La reducción de las posibilidades de vivir de lo que producen o de la crianza de los animales implicará que las familias campesinas tengan que buscar otras salidas, generalmente asociadas a la migración del hombre a las capitales de provincia o fuera de la región. Serán las mujeres las que deberán quedarse a cargo de la tierra y de los animales, lo que hace que ellas sientan con más intensidad los efectos de esta contaminación, frente a la posibilidad de que todo lo que conocen y que forma parte de su mundo sea desestructurado.
En sus testimonios, ellas hablan de múltiples enfermedades que están sufriendo los niños y niñas, y la palabra cáncer como un fantasma se yergue permanentemente en sus relatos, evidenciando el temor que tienen ante el impacto de la contaminación en sus vidas. Si tomamos en cuenta lo que señala Carmen Feijoo en relación a que en poblaciones populares pobres las dimensiones subjetivas de la pobreza, si bien no son la causa de la misma, “con frecuencia éstas actúan como factores que profundizan y empeoran las condiciones objetivas de vida”, (5) podremos imaginar la angustia que viven las mujeres indígenas campesinas de Azángaro.
La pobreza que se acrecienta con la contaminación se convierte en un círculo vicioso, pues algunas familias terminan viendo como salida irse arriba al cerro de donde baja la contaminación para sobrevivir. Allí llegan a otro círculo del infierno, especialmente para las mujeres. “Soy María y trabajo en el “pallaqueo” en la Mina de La Rinconada. Llegué aquí hace 10 años. Nos vinimos con mi esposo y mis tres hijos desde Azángaro porque no había mucha cosecha en nuestra chacra y mi esposo ganaba muy poco trabajando como triciclero. Teníamos muchas necesidades.” (6)
Pallaquear viene de pallay, que en quechua significa elegir, escoger, y es lo que hacen en las peores condiciones las mujeres acompañadas muchas veces de sus hijos e hijas pequeños y de algunos hombres que ya no pueden entrar a los socavones en el caso de La Rinconada. Las mujeres, que por el mito existente no pueden entrar a las minas, pues dicen que ahuyentan los minerales, recogen el desmonte del minado, lo lavan y lo muelen en batanes, usando grandes cantidades de mercurio, y ahí en el mercurio, en el frío implacable, en los derrumbes o en la molienda, van dejando la vida, como Felicia Ccama Quispe y Francisca Mamani Madani en marzo del 2007.
Sólo una pequeña nota en la prensa daba cuenta de estas muertes, pues esas son vidas y muertes que apenas cuentan en el país, ya que ellas, al igual que Petronila Coa Huanta, son las mujeres invisibles, que no merecen ser noticia. Estas tres mujeres encontradas en la pobreza y en la muerte, que no podrán ya hablar y que quizá nunca pudieron escribir para enviarnos un mensaje que ayude a conocer y entender lo que están viviendo, son un reflejo de lo que viven miles y miles de mujeres en Puno, cuyas historias, vivencias, cuyos dolores y luchas apenas conocemos.
En estos tiempos en que los sucesos de Puno se discuten tan asiduamente en la prensa en Lima y en que se intenta posicionar imágenes de los sectores de la población movilizados, aymaras y quechuas, como violentistas, bárbaros, promotores del retraso, ciudadanos y ciudadanas de menor jerarquía y prescindibles, por lo que es más fácil decidir apuntar el arma y disparar, vale detenernos y acercarnos a conocer estas realidades, lo que viven, temen y proponen, conocer la historia de un pueblo que desde hace más de un siglo envía a Lima mensajeros con sus memoriales para contar lo que les pasa y exigir la atención de las autoridades.
“Soy un desgraciado, soy el presidente del Perú y no puedo comprender a mis conciudadanos,” dijo Eduardo López Romaña cuando los mensajeros de Santa Rosa se presentaron ante él, hablándole en aymara allá por 1901. (7) Luego de un siglo, la incomprensión y la falta de respuesta a las demandas y múltiples problemáticas de Puno continúan, sólo que a diferencia de ese tiempo, el presidente actual ya no se lamenta de no comprenderlos. Al contrario, para él, son parte de los que considera despectivamente los perros del hortelano.
¿Cuántas muertes más de hombres y mujeres agricultores que ven cómo se deteriora su tierra y mueren sus animales, y de hombres y mujeres que van dejando su vida en el duro trabajo que realizan en la minería informal sin derechos, sin garantías de ningún tipo, tendremos que contar para que realmente se atiendan las problemáticas de Puno?
Finalmente cabe preguntarnos qué clase de formación se está dando a quienes son los encargados de protegernos, cuando tan fácilmente pueden ordenar “matar cholas”. ¿Podremos sentirnos seguras las mujeres al escuchar estas expresiones y ver que se aplican?
Servindi-Lima 05.07.2011