Dentro de las singularidades que conserva orgullosamente la región de Puno destaca la confluencia de dos pueblos ancestrales. Los quechuas ubicados principalmente en la zona norte de la región, cercanos al Cusco y los aimaras en la zona sur, cercana a Bolivia.
Los dirigentes aimaras de hoy y ayer no se cansan en recordar que fueron un pueblo que nunca se sometió ante el poder de los incas del Cusco y que la sobrevivencia orgullosa de su lengua es la demostración más clara. Además, tienen muy presente que durante la gran rebelión de Túpac Amaru, los líderes de la fase aimara fueron más radicales que el cacique de Tungasuca y sostuvieron mucho más tiempo el control del altiplano. Así, las figuras de Pedro Vilcapaza y Túpac Katari son parte del imaginario colectivo regional.
Durante la expansión del poder gamonal en el siglo pasado, las comunidades campesinas aimaras tuvieron una relativa independencia frente a los hacendados. De allí que era bastante notoria la diferencia entre los “indios de hacienda” (sometidos a la servidumbre) y los “indios de comunidad” (en convivencia recíproca). Este dato es valioso, pues los aimaras mantienen un mayor sentido de pertenencia hacia sus costumbres y ritos ancestrales, y a la vez una relación más negociada y justa con la “fuerza civilizatoria de Occidente”.
Entonces, no debe extrañar que si el Estado concesiona territorios cercanos al monte tutelar Khapia para fines de explotación minera, los aimaras puneños reaccionen con gran indignación. Se trata de un lugar sagrado, no hay más vueltas sobre el tema. En la cosmovisión andina, ya es un lugar común reiterarlo, el hombre no es el rey de la naturaleza, ni tiene patente divina para explotar indiscriminadamente los frutos de la tierra. Se trata de un relación respetuosa y de crianza con el cosmos que, verdaderamente, es el núcleo de la potencia civilizatoria del mundo andino. Esta premisa es vivida a cada instante de la existencia de los aimaras.
De este modo, las actividades que implican una relación armónica entre las partes gozan de una consideración especial en la mentalidad aimara. La agricultura, la ganadería, la pesca, las festividades o el pequeño comercio se encontrarán, entonces, por encima de la extracción descarnada y violenta de los recursos naturales. Para ponerlo gráficamente, si un comunero aimara observa el tajo abierto de una profunda mina penetrada por potentes y ruidosas excavadoras, sencillamente está viendo algo parecido a una violación: un desproporcionado acto de violencia que adolece del principio de reciprocidad. Lógicamente el hombre domesticado por la “fuerza civilizatoria de Occidente” lo que observaría sería la materia prima de la que están hechas gran parte de sus preciosas mercancías que dan sentido a su goce material y “civilizado”.
Entonces, detrás del conflicto antiminero de los aimaras de Puno me parece que tenemos un insumo para ir dialogando sobre la fuerza civilizatoria de la cultura andina que, más allá de las concesiones a los mineros depredadores, nos enseña sobre el valor y ubicación del hombre en el mundo, el rol civilizador de la reciprocidad y la vida comunal, el potencial de la ciudadanía étnica en un país diverso, la insensatez de los prejuicios sobre el hombre andino, las inconsistencias del supuesto modelo económico neoliberal intocable, las grietas de la fuerza civilizatoria de Occidente y, claro, la futura refundación republicana en el Perú deberá alimentarse de la propuesta del buen-vivir de las poblaciones ancestrales.
Servindi-Lima 30.05.2011
Los dirigentes aimaras de hoy y ayer no se cansan en recordar que fueron un pueblo que nunca se sometió ante el poder de los incas del Cusco y que la sobrevivencia orgullosa de su lengua es la demostración más clara. Además, tienen muy presente que durante la gran rebelión de Túpac Amaru, los líderes de la fase aimara fueron más radicales que el cacique de Tungasuca y sostuvieron mucho más tiempo el control del altiplano. Así, las figuras de Pedro Vilcapaza y Túpac Katari son parte del imaginario colectivo regional.
Durante la expansión del poder gamonal en el siglo pasado, las comunidades campesinas aimaras tuvieron una relativa independencia frente a los hacendados. De allí que era bastante notoria la diferencia entre los “indios de hacienda” (sometidos a la servidumbre) y los “indios de comunidad” (en convivencia recíproca). Este dato es valioso, pues los aimaras mantienen un mayor sentido de pertenencia hacia sus costumbres y ritos ancestrales, y a la vez una relación más negociada y justa con la “fuerza civilizatoria de Occidente”.
Entonces, no debe extrañar que si el Estado concesiona territorios cercanos al monte tutelar Khapia para fines de explotación minera, los aimaras puneños reaccionen con gran indignación. Se trata de un lugar sagrado, no hay más vueltas sobre el tema. En la cosmovisión andina, ya es un lugar común reiterarlo, el hombre no es el rey de la naturaleza, ni tiene patente divina para explotar indiscriminadamente los frutos de la tierra. Se trata de un relación respetuosa y de crianza con el cosmos que, verdaderamente, es el núcleo de la potencia civilizatoria del mundo andino. Esta premisa es vivida a cada instante de la existencia de los aimaras.
De este modo, las actividades que implican una relación armónica entre las partes gozan de una consideración especial en la mentalidad aimara. La agricultura, la ganadería, la pesca, las festividades o el pequeño comercio se encontrarán, entonces, por encima de la extracción descarnada y violenta de los recursos naturales. Para ponerlo gráficamente, si un comunero aimara observa el tajo abierto de una profunda mina penetrada por potentes y ruidosas excavadoras, sencillamente está viendo algo parecido a una violación: un desproporcionado acto de violencia que adolece del principio de reciprocidad. Lógicamente el hombre domesticado por la “fuerza civilizatoria de Occidente” lo que observaría sería la materia prima de la que están hechas gran parte de sus preciosas mercancías que dan sentido a su goce material y “civilizado”.
Entonces, detrás del conflicto antiminero de los aimaras de Puno me parece que tenemos un insumo para ir dialogando sobre la fuerza civilizatoria de la cultura andina que, más allá de las concesiones a los mineros depredadores, nos enseña sobre el valor y ubicación del hombre en el mundo, el rol civilizador de la reciprocidad y la vida comunal, el potencial de la ciudadanía étnica en un país diverso, la insensatez de los prejuicios sobre el hombre andino, las inconsistencias del supuesto modelo económico neoliberal intocable, las grietas de la fuerza civilizatoria de Occidente y, claro, la futura refundación republicana en el Perú deberá alimentarse de la propuesta del buen-vivir de las poblaciones ancestrales.
Servindi-Lima 30.05.2011